Por puro placer

lunes, 16 de junio de 2008

Dónde

Han pasado casi veinte minutos de la llamada y el auto azul que pasó a buscarme ya enfila por el letrero de La Polar que hay a un costado de la Costanera. Alcancé a tomar el abrigo, una bufanda y cosas improvisadas que llenan mi mochila. El tipo que conduce es mortalmente parecido a Don René, el primer conserje que tuvo mi depa y que murió de noche a mañana en su puesto de trabajo. Renca, al paso de cien por hora es siniestra con y sin luces, más si son las rojas de los pocos autos que van hacia el oeste en la enorme curva adornada de letreros verdes. Dos horas antes me hubiese parecido una locura; pero ahí sentado, mirando por la ventana de la puerta y clacleando el cel en el bolsillo, la abrupta salida ha hecho un efecto tranquilizador e hipnótico. No hablo, sólo miro de reojo la pantalla anaranjada cada vez que abro y cierro el teléfono, esperando quizá, que suene o que alguien me contacte para decirle en lo que estoy, porque fue una sorpresa, mortal e inesperada, pero que me sacó del aletargo en el que estaba hace ya treinta y cinco minutos.

Luego de pasar un lago de pequeños techos metálicos en los que la luz estática rebota y se muere en un crisol amarillo oscuro, el tipo que conduce ha puesto música. Emanuel y su coro de "tengo mucho que aprender de ti, amor" sólo eso para que se detenga y me baje. Firmo mi transporte y mochila al hombro cruzo el umbral que antes me recibió con viento y poca luz. Tres pasos y una pareja con uniforme, ella de pelo tomado en un armónico tomate, él, de partidura muy clara en su cabeza engominada, me entregan lo necesario para sentarme y evitar filas. Todo sigue siendo extrañanamente muy rápido y sospechosamente simple, al tiempo que recién, cuando ella deja a su descubierto su reciente maquillaje, mi vista se acomoda a la luminaria del salón con pantallas. Sin música y con la mitad de la comprensión de lo que me han dicho, espero en los asientos metalizados de color marrón con las ganas de la vida por un café. Lejos lo más cuerdo (y cliché) que he pensado.

Vaso en mano, tibio y amargo, recién pienso en llamar a alguien. Es que es tarde, muy tarde. Martes, ayer Lunes y la madrugada se ve en la ventana que hace reflejar la propia silueta media oscura, sentado, bebiendo a lapsos cortos. En eso estoy cuando un grupo de personas corre a un extremo con la vista fija. No me cuesta alcanzarlos y sin terminar lo que bebo, dejo de percibir el sonido de mis zapatillas en las baldosas por la alfombra eterna que hay ahora en el pasillo que tiene fin. Los saludos de rutina y sólo calmo la respiración al levantar la cortina plástica de una de las ventanitas que da hacia la cordillera que no se ve, pero que la sustentan las luces de la ciudad a modo de guía en la noche.

La espera sentado, sin nadie a mi costado, me ha dado el tiempo de llamar. Uno, dos, tres sonidos y nada. Pulgar y uña son mi lápiz en un rápido desliz que resulta el buscar letras en números. Palabras y verbos simples se van cuando todo parece moverse y uno sigue en su sitio. Es ahí cuando por primera vez siento angustia y pena de no saber qué es lo que estoy haciendo solo y en silencio a medida que todo pasa más rápido por la pequeña ventana. Tanto que ni siquiera fui capaz de contestar la llamada que comenzaba a anunciarse antes de que se apague todo junto con las luces en el cielo oscuro de un martes de madrugada camino a lo que parece, es a lo que vine a hacer.


Escucho: Cable a Tierra de Fito Páez del disco Giros de 1985

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