
Delia y Miguel miran cada uno para su propio lado tal como sus destinos coincidieron a la hora de encontralos.
Delia, clara, delgada y pequeña, cubre su delgado cabello oscuro con una fina capa negra de terciopelo que se cae las pocas veces que sonríe. Miguel, distinto, amigo o amante, se esconde bajo un gran abrigo de piel que lo hace amenazante y tierno al mismo tiempo. Sus manos, se pierden entre su pelo, maltratado por la noche.
Ambos se odian. Ambos se aman. Pero por esta noche, Delia y Miguel camina juntos al paso de un vals en silencio mientras resuelven las dudas ante el público presente con un beso de muchas ganas. Alcohol y alegría al ritmo de la ciudad.
Delia, ahora avergonzada, vive su vida en blanco y negro sin pasar por matiz común. Se oye como una vida resuelta pero dudo mucho de su rostro marchito. Lo mismo Miguel, habla de la hora más oscura pero actúa con el miedo de la soledad agobiente. Un segundo encuentro, sólo incita al voyeurismo colectivo.
En su corta ausencia, la imaginación entrega la más absurdas respuestas. Un paseo largo de humo y pasión; un escape de la realidad sin moverse del lugar o la concreta evidencia de la intimidad extrema, suceden en insoportables 27 minutos hasta que el infartante honor lo permite. Muchos salen a ver que es lo que pasa.
Cuando Miguel apoya su frente sobre la barra, Delia lo conmueve por los gestos de su rosto bello y diferente. Avanzan por el mundo desolado en un viejo Ford Falcon oscuro de asientos precisos y sonido agudo.
Ella a comenzado a quererlo.
Él, aún espera que sus ojos brillantes delaten su pasos.
Al final del primer viaje, nadie quiere que todo se resuelva con buenas palabras.
Menos
a la hora en que sus dedos han dejado de ser parte uno del otro.
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